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MAYORES, PERO NO IDIOTAS

Estas dichosas rodillas… Mi hija bromea a veces con que ando como Fraga. Maldita la gracia, pero tiene razón. Quién me ha visto y quién me ve. Otra mañana que me levanto mareada. Llega la hora del desayuno y, como en el juego del parchís, tras un bocado me cuento veinte, bueno, casi: la de la tensión, la del calcio, el magnesio, el antiinflamatorio…

Podría ser cualquiera. Los titulares de los medios de comunicación los llama ancianos. Personas mayores, diría. Personas que solo quieren hacer lo que el resto, vivir, aunque esta sociedad se encargue puntualmente de decirles que están aquí, ya casi de prestado. Porque llegada una edad, hasta la sanidad te desahucia, dejando de llamarte para las revisiones de control. “Total, para lo que nos queda, deben de pensar”. Mi madre bromea sentada en el taburete de mi concina, pero su semblante deja entrever el miedo y la tristeza. Y esta maldita pandemia no ha sido tampoco benevolente con ellos.

Siempre he sentido una conexión especial con las personas mayores. En la cola del súper, más de una vez he tenido que contener las lágrimas al ver cómo un hombre tembloroso se peleaba con el dinero suelto que llevaba en su pequeño monedero negro ante el nerviosismo de los presentes. Sin embargo, nunca he tenido los ovarios de hacer un voluntariado. Y no quiero morir sin hacerlo, sin superar mis propios miedos al paso del tiempo. A perder el control del cuerpo y de la mente. A intuir en un futuro la impaciencia en los ojos de los que algún día esperarán turno detrás de mí en la caja del supermercado, mientras, torpe, termino de sacar con dificultad las últimas monedas o, lo más seguro, intento aclararme -sin éxito- con la nueva app que no domino ni dominaré.

Porque el desarrollo tecnológico a veces atropella al humano. Y no, no pilotar ciertos avances no es un capricho. No se trata de esforzarse más o ponerle mayor atención. Carlos San Juan, un valenciano de 78 años, tiene muy claro esto, y ha hecho evidente, a través de plataforma Change.org, algo que muchos están sufriendo en silencio. Las personas mayores como él encuentran serios problemas para solucionar muchos trámites en sus entidades bancarias. La digitalización de todo no lleva parejo un acceso o conocimiento real de esos avances por parte de todas las personas.

En España, entre 2020 y 2021 se cerraron unas 3.000 sucursales. Al menos 1,3 millones de españoles se encuentran perdidos. Les han robado su autonomía a golpe de TIC. Y es que las personas mayores no tienen la relevancia que merecen en esta sociedad, como afirma el paleontólogo Juan Luis Arsuaga. Algo mal estaremos haciendo evolutivamente cuando hemos dejado que pasen de ser considerados sabios a casi un estorbo.

La Escuela de Atenas, fresco de Rafael Sanzio. Cuando las personas mayores eran referente. Sí, mucho señor y poca mujer, pero ya sabemos…

Las nuevas tecnologías no deben ser óbice para lograr una sociedad próspera. Pero nos empeñamos es excluir al que no llega a los estándares que el momento impone: excluir a la persona obesa de la moda; a la que tiene diversidad funcional, de las oportunidades laborales o de aprendizaje; a la que no tiene ingresos, de poder acceder a los recursos de primera necesidad…

Existe una rica diversidad con la que el Estado debe contar. La vida no dura una legislatura ni acaba con el primer dolor de rodillas. Son mayores, no inútiles. A estas alturas, pedir un trato más humano a un sistema creado por personas para personas, lejos de parecer torpe suena de lo más lúcido. ¿Qué pensáis?

ATROFIA SOCIAL DEGENERATIVA

El 19 de enero del 2000, la reconocida actriz austriaca Hedy Lamarr, inventora y precursora del wifi, fallecía en EEUU dejando tras de sí una azarosa y productiva vida, digna del mejor guion de cine de espionaje de los años 50. Justo 20 años después de aquello, expertos de la oficina de la OMS en China efectuaban una breve visitilla a la ciudad de Wuhan, para ver qué onda con un incipiente brote epidémico que destacaba por su especial virulencia y rápida expansión. Así, dos décadas después del adiós de Lamarr, ¡zasca!, el mundo también estaba a punto de pararse para nosotros, aunque de otra manera. Y nos pillaba con los pantalones a medio subir y sin suficiente papel higiénico. Eso lo sabríamos unas semanas después, claro.

Desde entonces, estos meses de confinamiento intermitente, y por ende de escaso contacto con el mundo exterior, o cuanto menos algo ortopédico, me han hecho mirar tanto hacia dentro que tengo una tortícolis que ríete tú de la que tendrá aún el oso de la cabalgata de Reyes de Cádiz. Eso, y un espantoso hartazgo hacia mi persona.

Y es que no pongo en duda que este tiempo ha sido una oportunidad para hacer examen de conciencia y reflexionar sobre el ritmo de vida que llevábamos y, para muchos (me incluyo a mí), pensar en los derroteros que queremos que tome nuestra vida. Pero, amigas y amigos, nos pasamos de frenada, y ahora seguro que más de uno está siendo víctima de una atrofia social degenerativa de magnas proporciones.

Ella es Hedy Lamarr, pero perfectamete podría ser yo viendo la vida pasar desde el sofá de mi casa.

Este es el hecho: la vida está pasando y no tengo mucho que contar. Con deciros que lo más remarcable que me ha sucedido en el último mes ha sido haberme quedado encerrada en la ducha de casa durante diez interminables minutos. Cambias a José Luis López Vázquez por la que aquí escribe, y la cabina de teléfono por la mampara de tres lados de mi baño, y ahí lo tienes: el relato más surrealista y patético del siglo 21. Pero con poca chicha, si obviamos la mía despanzurrada sobre el gélido plato de cerámica. Menos mal que como buena hija de los 80, mi devoción por MacGyver me permitió hallar con cierta rapidez la manera de escapar de aquella cárcel de cristal y ahora puedo contároslo, algo avergonzada, eso sí.

Creo que fue en ese momento, exhausta sobre el suelo, en porreta picada, cuando lo vi claro: dos años de autoconocimiento personal y mucha comida de techo me han confirmado algo que siempre intuí: soy un animal muy social y, en gran medida, crezco en función de lo que absorbo. Y principalmente lo que me enriquece viene de afuera. Vamos, que ahora mismo regalaría mi mejor sartén antiadherente a cambio de 30 minutos de bailes de verbena (ojo al nivel) para hacer la mamarracha hasta provocar vergüenza ajena. Lo que me llena, para qué engañarnos.

El virus, entre tanto daño hecho, nos ha anulado parte de nuestras habilidades sociales. Solo hay que vernos saludar a nuestra gente: “¿Le choco el brazo o el codo?, no, mejor un beso al aire, ¿o un achuchón errático?”… Menudo panorama. La danza maorí de los jugadores de rugby neozelandeses da menos miedo que ver a algunos de nosotros en pleno rito de socialización. Así que, nada, pasaba por aquí para que supierais que yo ya he tocado fondo. Que dudo mucho que tenga nada más que contar, a no ser que empiece a salir de casa. Porque a este paso, o me pongo las pilas y dejo de tomar el sol tirada en la alfombra del salón de mi casa como si aquello fuera lo más, o mi cerebro al lado del de Lamarr no valdrá ni para relleno de croquetas. Y eso que estoy comparando el mío actual con el de la actriz, que lleva ya más de 20 años sin emitir señal.

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EL MAYOR DESPROPÓSITO DEL AÑO

¡Feliz año nuevo! ¡Feliz año nuevo para ti también! Y así llevamos en bucle desde el 1 de enero. Pero, ¿feliz?, ¿seguro? ¿Así, tan de primeras? Vale, puede que sí lo vaya a ser. Venga, te compro que recién inaugurado el año, una no se va a poner agorera. También te reconozco que a la vida hay que ponerle motivación. Al fin y al cabo, estrenar, ya sea año o ese viejo suéter que tu colega no usa ni para estar por casa, pues hace ilusión. Aunque tenga más bolas que las del árbol que estás a escasos días de volver a guardar en la caja. Aunque estemos de coronavirus hasta el “pepe” y más allá.

Pero, en pleno inicio de año, me veo en la obligación de advertirte de la mayor trampa de 2022 en la que podrías estar a punto de caer y que complicaría alcanzar esa felicidad tan deseada estos días. Te estoy hablando de los dichosos propósitos de año nuevo. ¡Atrás!

Yo fui consciente de ese peligro cuando empecé a hacer balance de lo que ha sido el 2021. Obviado algo muy positivo como que en mi casa y alrededores seguimos todas y todos al pie del cañón, en líneas generales no ha sido un año animado. De hecho, ha sido tormentoso. Tanto que aún dura la resaca, para qué engañarnos. Total, que, en mitad de aquel flashback mental que me estaba deprimiendo más aún, me dije a mí misma: “¿Oye, Paloma, y si cerramos al salir, sin más?”

Así que, tras el portazo, y creyendo haber dado esquinazo al abatimiento con aquel gesto, me vi de pronto metida en un percal mayor: “¿Y qué le pido al 2022?”, me preguntaba. “¿Qué me gustaría lograr este año?”. ¿Hola, amiga, estás “tolai” o qué? ¿Acaso no has aprendido que proyectar, en los tiempos que corren, es más tóxico que morderse las uñas después de un baño de hidrogel?

Hacer deporte, leer más, apuntarme a varios cursos, ser más positiva, vaciar mi armario, viajar, hacer algo importante profesionalmente… Trampas, trampas y más trampas. Objetivos que someten a nuestras cabecitas -ya de por sí al límite- a más presión todavía. Es como comprarte la ropa interior dos tallas menos y luego pretender que no quede atrapada entre las nalgas a los tres pasos. Las bragas, amiga, cómpratelas cómodas. Igual que la vida, póntela fácil.

No se trata de no tener aspiraciones. Eso está fetén. Pero por experiencia te diré que si quieres leer más, ir al gimnasio o apuntarte a macramé, ten por seguro que lo harás… cuando te apetezca y puedas. Ese será el momento. Ese es el único propósito con el que te aconsejo que te comprometas este año: dejar que las cosas pasen, sin que estén constantemente sobrevolando tu mente recordándote que aún no se han cumplido. Porque al final, esa lista llena de deseos ilusionantes que escribiste este mes pasará a ser el mayor despropósito del año.

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Imagen: Detalle de La Madonna Sixtina, de Rafael Sanzio.

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Comer y beber bien

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